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Hablamos demasiado, demasiado alto y demasiadas veces
para no decir nada. Como la tv, nuestra maestra. En
nuestros pueblos y ciudades la cacofonía aumenta
imparablemente año tras año. El número de coches,
motos, camiones, autobuses, furgonetas, televisores,
videos, radiocasetes, cd portátiles, etc aumenta frenéticamente.
Hemos declarado la guerra al silencio. El silencio se
nos antoja subdesarrollado. Algo propio de las
sierras, desiertos, pampas o sabanas adonde aún no ha
llegado el paraíso tecnológico de la modernidad.
Sin embargo, todo lo bueno que hemos creado en los últimos
millones de años ha surgido de esos momentos en los
que nuestra mente y nuestra corazón se han sumergido
en las profundas aguas del silencio. Jesús el Cristo
comenzó a fraguar su magisterio en los cuarenta días
que pasó en el desierto, imagino que en silencio.
Sakiamuni el Buda alcanzó la iluminación espiritual
después de vivir seis años en el silencio de los
bosques, a los pies del Himalaya. También Mahoma
obtuvo su revelación en medio del silencio del
desierto arábigo. Los grandes científicos de nuestro
siglo han capturado sus principios tras horas de
trabajo silencioso en sus laboratorios. Las mejores
obras de la literatura han surgido también del taller
silencioso de las horas.
Aunque nosotros, gente corriente, no aspiremos a
fundar una nueva religión, ni a darle a la Humanidad
una obra maestra de la literatura, aunque no sea
nuestra ambición descubrir una vacuna eficaz contra
la estupidez, también necesitamos el bálsamo
reparador del silencio para aliviar la irritación
diaria que nos produce tanto ruido inútil.
Propongo un Día Mundial del Silencio y, mientras la
ONU discute la propuesta, aliento a los humanos a
sumergirse en un silencio completo al menos durante
cinco minutos al día.
Oigamos la voz del silencio.
Dokushô
Villalba
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