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Llamar arte o cultura al hecho de torturar y masacrar
a un animal aturdido ante la expectación de miles de
fanáticos sedientos de sangre es el mayor alarde de
cinismo y una manera muy burda de enmascarar la
agresividad animal del mono desnudo y enjaulado que se
oculta detrás de unas gafas de sol. El arte y la
cultura tienen como fin la elevación y purificación
de los bajos fondos que el alma humana ha ido llenando
de inmundicias a lo largo de esta inevitable lucha por
la existencia que llamamos vida. Las corridas de toros,
por el contrario, empujan aún más hacias esos bajos
fondos la poca sensibilidad humana que hemos sido
capaces de destilar en los últimos miles de años. El
hecho puro y duro es el siguiente: un ser animal
dotado de sensibilidad, capaz de experimentar dolor y
sufrimiento, como usted y yo, es arrojado a un espacio
cerrado donde le espera una lenta tortura compuesta
por pinchazos lacerantes de banderillas, puyas de
picadores, burlas, recochineo,
y estoques de espada reiterados hasta que uno
consigue atravesarle el espinazo. Y, en el caso en el
que el matador sea un matao, está siempre la pistola
del cabo de puesto de la guardia civil. Una vez
muerto, puede ser mutilado de una o dos orejas y hasta
del rabo, que un señor embutido en un traje ridículo
se encarga de pasear mostrándolos en las manos ante
los aplausos de una peña de carniceros. Todo ello
para diversión y solaz del pueblo. Si esto es
cultura, tengo el orgullo de anunciarme como iletrado.
Este país nunca ha sido la reserva espiritual de
Occidente, sólo ha sido la reserva de reses bravas
destinadas al recochineo y, mientras miles de gente
sigan disfrutando del sufrimiento de un animal
indefenso, no podrá decirse de nosotros que somos más
que monos desnudos y agresivamente enjaulados ocultos
detrás de unas gafas de sol.
La tortura nunca podrá ser arte ni cultura, sino
sencillamente crueldad.
Dokushô
Villalba
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