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Alguien nos ha dicho que, por el simple hecho de
nacer, somos pecadores. El nacimiento mismo es un
pecado, fruto de la concupiscencia de nuestros padres.
Según esto, nacemos ya estigmatizados. De entrada
somos culpables. A partir de ahí tenemos que
esforzarnos duramente en demostrar nuestra inocencia
ante el mundo, ante Dios y sus intermediarios.
Estos últimos, sea cuál sea el nombre del dios al
que dicen representar, llevan siglos regentando el
negocio del «perdón de los pecados». ¡Qué mejor
negocio que convencer a alguien de que está enfermo y
que sólo él tiene el remedio de su enfermedad! ¡Qué
mejor negocio que infestar a los demás con la peste
de la culpabilidad para, acto seguido, ofrecerle el
elixir de la redención!
Soy de los que cree que el ser humano es bueno e
inocente por naturaleza. Nadie en su uso de razón
puede creer que un recienacido es impuro, pecador o
fruto de pecado. La infección moral sucede después,
paulatinamente, a medida que ese pequeño ser psicológicamente
desprotegido va exponiéndose al contacto con adultos
ya contaminados que descargan sobre él su propia
frustración, su pérdida de inocencia, su sentimiento
de culpa.
Nuestros hijos deberían ser vacunados nada más nacer
contra esa indigna idea de pecado que algunos «limpia-almas»
tratan de inocularles. Debemos proteger la inocencia
de nuestros hijos y, de esta manera, liberarnos
nosotros mismos de la idea misma de pecado. Cambiemos
la opresión de la culpabilidad por el ejercicio
consciente de la responsabilidad. Aceptemos el hecho
que errar es humano y que todo error es una
maravillosa oportunidad de corregir el rumbo. Somos
inocentes y merecemos la dicha de vivir en el pleno
gozo de nuestra inocencia.
Dokushô
Villalba
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